Oskar González

Dicen que dicen por Noruega que Edvard Munch gustaba de trabajar al aire libre. Esto de echarse a la calle a pintar era algo que se venía haciendo desde unas décadas antes, cuando los impresionistas le dieron un giro al modus operandi del artista y abandonaron los estudios para realizar las obras en el exterior, donde el contacto con la naturaleza fuese una fuente de inspiración. «No es el lenguaje de los pintores el que hay que escuchar, sino el de la naturaleza» que rezaba van Gogh. Este amor por la naturaleza encaja a la perfección con la idiosincrasia de los pueblos nórdicos y es lógico pensar que el más célebre de los pintores noruegos realizase su gran obra, El Grito, al aire libre. ¿Qué mejor manera de captar ese atardecer de color sangre, de dejar grabado para la posteridad el fiordo visto desde el rio Ekeberg1 que teniéndolo delante de los ojos? Además, hay una prueba irrefutable. Una pequeña mancha blanca junto al brazo derecho de la angustiosa (o el angustioso) protagonista de la obra. Me refiero a una cagada de pájaro (Figura 1). Imagínense qué situación: Munch dejando sus característicos trazos sobre una obra de arte que pasaría a la historia de la pintura con mayúsculas2, que decoraría miles de paredes, que un siglo después inspiraría uno de los emoticonos más populares de esa cosa llamada whatsapp, que se convertiría en un referente del expresionismo y… un ave decide arrojar un misil de heces sobre ella. Como si quisiese compartir la gloria y hacer eternos sus excrementos. Gajes del oficio, podríais pensar. O también podríais pensar, al igual que Tine Frøysaker, profesora en la universidad de Oslo, que se trata de una historieta sin fundamento.
Seguir leyendo ‘Munch y la cagada de pájaro’